martes, 28 de mayo de 2013

Llanto ficticio

Siempre el mismo pasillo largo, con el suelo de azulejos blancos que se pierde en una puerta vaivén color madera, con ventanas redondas. Ese pasillo lleno de historias de sufrimiento, de plegarias, de lágrimas. El pasillo de las malas noticias y de las falsas esperanzas. Los asientos de gente que sufre en silencio, esperando lo previsible, lo inevitable… lo peor.

En ocasiones, tengo una forma bastante peculiar de matar el tiempo durante los viajes en transporte público. Por lo general, mi ubicación en el colectivo es de cara al resto de los pasajeros, en esos asientos que apuntan al fondo del bus, y donde nadie quiere sentarse por miedo a los supuestos mareos.

Y desde allí, con la música de mi celu sonando en mis oídos, miro las caras, e invento historias.
Desde cosas entretenidas como imaginar “¿Quién la puso ayer?”, “¿Quién va a ser el próximo en morir?” o intentar adivinar la edad de los pasajeros, hasta cosas un poco más complejas, como por ejemplo “¿Cómo se tomaría determinado pasajero, la noticia de la muerte de un ser querido?”. Y siempre lo ubico en el mismo escenario:

En la sala de espera del  hospital, sentado, en silencio… con los ojos llorosos. A veces acompañado por alguien, igual o peor que el/ella a nivel emocional. Y la puerta del fondo, de pronto se abre. Con el semblante serio, un médico ya acostumbrado a comunicar malas noticias, sale caminando lentamente hacia el familiar de la víctima. Y aquí la historia va cambiando… algunos levantan la cabeza, incluso se levantan de la silla con un millón de preguntas hacia el doctor. Otros simplemente, se quedan sentados, mirando el suelo con la cabeza gacha, tragando saliva como único indicio de que vieron salir al doctor.

“Hicimos todo lo que pudimos…”

Los que están acompañados simplemente se abrazan y lloran desconsoladamente. Los que vienen solos, a veces lloran, a veces se muerden los nudillos en un intento por atenuar la tristeza. Pero la peor reacción es la de aquellos que sufrían en silencio: simplemente, miran al doctor con los ojos rojos y húmedos… lo miran a los ojos durante unos segundos, sin decir palabra. Y simplemente asienten, cerrando los ojos, y una única lágrima qué concentra todo su dolor, baja lentamente cruzando todo su rostro. Esos son los que realmente me hacen lagrimear en pleno viaje, mientras me meto más profundamente en su cabeza, en los recuerdos ficticios que yo mismo les invento, y que varían según el ser querido que se les muere:

“Te quiero, pa…”

“El día que yo no esté más, vas a tener que ser fuerte…”

“Dejame mirarte a los ojos, por última vez…”

Y allí vuelvo… mi música sigue sonando de fondo, y de pronto pienso que, mientras muchos de nosotros sufrimos por cosas superficiales o caprichos del momento, varias personas realmente tienen motivos para llorar.

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