jueves, 30 de agosto de 2012

El sendero de las rejas (Parte 1)

Para Gabriel Blucker, los últimos años habían sido muy difíciles en cuanto a vida social, pero muy beneficiosos en el aspecto económico. Su trabajo como profesor de ciencias de la comunicación lo habían alejado de su ciudad natal, y ya con 26 años y un buen colchón de dinero, decidió ir a vacacionar al lugar que lo vio nacer. Sus padres se habían ido a Europa, y no iban a llegar hasta la semana entrante, con lo cual iba a tener la casa para él solo los primeros días.

La llave estaba en la maceta del costado, tal como su madre se lo había indicado. Luego de ir al baño y revisar las provisiones de la heladera, Gabriel decidió entrar a su antiguo dormitorio. La cama tenía sábanas limpias, y con excepción de los armarios, que estaban totalmente vacíos, todo seguía en su lugar. La televisión, la computadora sobre el escritorio. Al lado del monitor, estaba su primer reloj pulsera. Plateado, y con una letra “G” dorada grabada en la malla. Lo había dejado el día que se mudó, y allí quedó. No andaba, por supuesto, pero decidió ponérselo de todas formas.

 Luego miró debajo de su cama: allí seguía la vieja bicicleta. Ya había oscurecido hace un rato, pero de todas formas decidió salir a andar en su antiguo vehículo.

 Al ser una ciudad tranquila, casi no había autos andando a esas horas de la noche. Unas cuadras más adelante, un camino en particular llamó su atención. Los árboles bajos y muy juntos tapaban cualquier mínimo ingreso de luz. A su derecha había casas pequeñas. A su izquierda, un cementerio. Unas diez cuadras más adelante se veía una luz anaranjada que indicaba el final de esa larga calle.

Gabriel no recordaba haber visto esa parte de la ciudad en su infancia. La curiosidad hizo que decidiera pedalear hacia ese camino. La calle parecía totalmente desierta. Aquella tenue luz anaranjada se veía a lo lejos. El aire fresco le soplaba suavemente la cara. Y sintió la necesidad de cerrar los ojos por un momento y sumergirse de lleno en sus pensamientos.

Extrañaba la tranquilidad de su ciudad natal… pero había algo, por lo que temía volver. De pronto, una cara llena de cortes y heridas sangrantes invadió sus pensamientos. Y por un segundo recordó el motivo de esos temores.

La bocina de un camión detrás de él lo sacó de su adormecimiento, y un leve roce con dicho vehículo lo hizo salirse del camino y caerse al piso con bicicleta y todo. Con el corazón latiéndole a mil, y sintiendo las pulsaciones en la sien, Gabriel se levantó furioso, y vio como el camión se alejaba hacia el lado de la luz anaranjada.

-LA PUTA QUE TE RECONTRA MIL PARIO A VOS Y A TODOS LOS CAMIONEROS DE MIERDA.

Respirando agitadamente y con los dientes apretados, Gabriel evaluó los daños. Tenía un raspón en la palma de la mano y otro en la rodilla. Levantó la bicicleta… y la cadena, quebrada, se quedó en el suelo.

-Hijo de puta… ¡HIJO DE MIL PUTA!

Y entonces, a pocos metros de él, escuchó una risa. Miró hacia el cementerio, pero el sonido no venía de allí. Miró para el lado de las casas. Sentada del lado de afuera del enrejado, había una nena de no más de 5 años. La situación parecía divertirla mucho. Y esto tranquilizó también a Gabriel.

-¿Qué hacés acá sóla, a esta hora? ¿No deberías estar durmiendo?
-No tengo noni 
La nena le sonrió levemente, casi como disculpándose.
-¿Cómo te llamás?
 -Lucía
-Bueno Lucía ¿Está tu mamá en casa?
La nena negó con la cabeza
-Mamá se fue
-¿Y tu papá?
Lucía frunció el entrecejo y cruzó los brazos
-¡Papá es malo!
-¿Está en tu casa?
Lucía volvió a negar con la cabeza
-¿Y quién está cuidándote?
-La buela
-Bueno, vamos adentro y te llevo con tu abuela ¿Querés?
-¡Ahí ta mamá! ¡Mamí!
Gabriel miró hacia la calle, pero no vio a nadie.
-¿Dónde?
Lucía señaló emocionada hacia la vereda de enfrente
-¡Mami! ¡Mami!
Gabriel se dio vuelta lentamente. Detrás de la reja del cementerio, algo pareció moverse.

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